El Tronquito

El Tronquito.

Algunas aventuras pueden cambiar nuestras vidas para siempre.

El primer campamento de la patrulla de barras blancas de la tropa Santa Mariana de Jesús se realizó en febrero de 1996, en la hacienda «Nigale», a unos 400m del puente de «Burro Negro». No era el sitio más lindo del mundo, pero los jóvenes venían de acampar en un desierto arado, lo que había producido calambres, insolaciones y deshidrataciones en los asistentes (bueno, lo admito, todo fue un errorcito de los dueños de aquel desierto arado que días antes era un hermoso bosquecito de araguaneyes). Nigale, con su vegetación marrón por la sequía, árboles caducifolios aún desnudos y dormidos en su propio invierno y una fuente de agua potable a «tan solo» 500m del lugar del campamento, se presentaba como el lugar perfecto para comenzar a vivir aventuras scouts de alto nivel, siempre un paso adelante de los demás, para aquellos que debían dirigir el destino de la tropa.

Fue allí donde la patrulla Tigres por primera vez dio su emblemático grito, que recoge el lema y el norte de sus integrantes: El scouter Alejandro y yo emergimos a toda velocidad de entre los matorrales, saltamos la cerca de púas con un solo impulso y llegamos al pie del árbol que nos servía de refugio, gritando al unísono: ¡Tigres! La patrulla entera dio unos saltos y se colocó a nuestro lado, como sincronizados por quién sabe qué, cogieron el banderín, que en ese momento se estrenaba en campamento, y dando golpes al suelo respondieron: ¡Honor!

-¡Tigres!

-¡Lealtad!

-¡Tigres!

-¡Honor, lealtad, servicio!

-¡Tigres!

-¡Siempre Listos!

Eso fue el comienzo más impactante que campamento alguno podría tener. ¡Estaban eufóricos! No nos vieron llegar sino hasta el momento de dar el grito (no es que fuéramos muy rápidos: era que nos venían persiguiendo las avispas desde las márgenes del río) y para ellos simplemente aparecimos de la nada.

Esa misma tarde decidimos hacer una caminata río abajo para practicar el uso de la brújula, la medición de distancias y la observación de la naturaleza. Teníamos esperanzas de ver las babillas y rayas que nos había mencionado el encargado de la hacienda. Comenzamos a introducirnos en la densa vegetación que generalmente crece al lado de los ríos y al llegar a la orilla del mismo, justo detrás de una cortina de bambú, apareció desafiante, altivo, arrogante, el maestro: un tronco a unos dos metros de la superficie del agua.

-¿Por aquí, scouter? -preguntó Silfredo, el de la brújula.

-Si, por ahí, dale pa’l otro lado – le respondí pero ya había comenzado a caminar por encima del tronco.

-¿Vamos a pa-pa-pasar por ahí? -preguntó Javier, un adorable gago a quienes llamaban el «Pansu»

-Claro que sí. ¿Tienes miedo?

-Papá, ¡si yo vengo de laaa Trinidad! Eeeso es pa-pan com’ío pa-pa’ mí.

Y empezó a caminar.

A Javier le siguió Sergio y Johan con un poco de nerviosismo. Y a ellos les seguí yo, mientras, esperaba lo que era un enlace predecible: alguien se iba a quedar sin cruzar, pero no sabía quién. Del otro lado quedaban José René, el pelirrojo de inmensos ojos verdes que escudriñaban todo, como queriendo descubrir el mundo que había visto en las revistas científicas, y William, un gordito relativamente torpe, pero más inteligente que el resto de la patrulla que ya había cruzado y los dirigentes juntos (la inteligencia no es aditiva y quién podría competir con él estaba exactamente a su lado).

José René y William se miraron los rostros, como preguntándose en silencio quien sería el próximo.

-Dale tú, Jose – le grité, todavía parado a tres cuarto de camino.

Sus débiles piernas temblaban ante el tronco que se veía imponente. Le comenté que no era miedo lo que sentía, que era ansiedad (intentar decirle a un guía de patrulla que tiene miedo es como hablarle a la pared). Sus inmensos ojos verdes no cesaban de parpadear, lo cual sólo ocurría cuando sentimientos encontrados se despertaban en él. Después de unos 5 minutos de conversación y reflexiones, José René cruzó el tronquito y se unió al resto de la patrulla que esperaba río abajo por instrucciones mías.

Después vino él.

El primer paso le tomó unos 10 minutos e incontables palabras de aliento de mi parte. Estábamos solos los tres: William, el tronquito y yo. No había más testigos que la madre naturaleza.

-¿Y si me caigo?

-No te pasa nada. Caes en el agua – como de costumbre en estas situaciones, mentí.

-Si, pero me puedo fracturar.

-Jamás. Caes en el agua, te levantas y seguimos.

-Pero…

La lista de «sis» y «peros» fue larga y mis respuestas de igual magnitud. Hablamos del miedo, prueba irrefutable de que estamos vivos, mecanismo de defensa que nos ha permitido pasar nuestros genes de generación en generación, emoción milenaria que nos permite continuar en el planeta, pues si no sintiéramos miedo probablemente no huiríamos antes el peligro. También hablamos de leer los signos del miedo, pero no caer presa de él, pues entonces entraríamos en pánico y este es un gran enemigo de la vida y la estabilidad emocional.

-Controla el miedo. Puedes hacerlo.

-¿Puedo sentarme y pasar arrastrándome sobre las nalgas?

-Claro, si crees que eso te va a quitar el miedo.

Ya hacía mas de media hora que estábamos allí, conversando sobre la vida y el miedo como instrumento de supervivencia de la especie. William sabía que el pánico era el rival a evitar por sobre todas las cosas. Permitirle que se sentara era una forma de aliviar la tensión a la que estaba sometido.

-Aja, ¿y ahora porque no cruzas?

-¿Y si me voy de lado?

-Ya te dije: caes en el agua y no pasa nada.

A lo lejos, a tal vez medio kilómetro, la patrulla esperaba pacientemente a que nos uniéramos al grupo. Ocasionalmente se oían sus gritos en el medio del denso follaje que sirve de compañero inseparable a un río a lo largo de su recorrido.

Como gusano subiendo plantas, el gordito comenzó a deslizarse por el tronco. Se apoyaba sobre sus manos, daba un pequeño impulso y movía el resto del cuerpo. Al final, lo logró: ¡por fin cruzó el tronquito!

-Es que yo le tengo miedo a las alturas – alcanzó a decir antes de comenzar a llorar desconsoladamente.

No sé cuanto tiempo estuvimos allí, líder y dirigido, escuchando su llanto y hablando sobre la gran meta alcanzada, pero el resto de la patrulla, preocupada por nosotros, se devolvió hasta donde estábamos sentados a darnos ánimos para continuar el camino rió abajo, donde nos esperaban rayas y babillas (que nunca vimos, por cierto).

El final de la noche, en la fogata, en el momento de las reflexiones individuales, William habló de su más grande lección hasta el momento y comentó que siempre vería sus problemas en la vida como el tronquito que hay que pasar.

Hoy, a los 25, el brillante ingeniero de telecomunicaciones (electrónico en el título) de una transnacional dirige su propio destino, mientras ayuda a otros más jóvenes a cruzar los troncos que el río de la vida les pone en su camino. No hay reto, por difícil que este sea, que William Junior no pueda enfrentar.

A decir del «Pansu», si no hubiera cruzado el tronquito, jamás se hubiese graduado.

-Es que eso le cambio la vida para siempre, mijo -no se cansa de repetir el economista Javier Molina, «el Pansu», su mejor amigo.

 

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